martes, enero 20, 2004

Otras mañanas empiezan así. Se levanto uno sin pesar, ansioso de lo que nunca se sabrá y siempre se espera. La ropa tendida sobre el respaldo de la silla sin planchar, los zapatos fríos al pie de la cama esperando también los pasos y las veredas que nunca habrá de andar. Pero esas son preocupaciones de otros amaneceres. Ahora se completa la rutina con placer, atrayendo sin intención los pequeños sucesos que luego se extrañan tanto. Se sale de la casa al cinco para la hora, a la hora en punto, al cinco pasadas de la hora. El carro enciende sin esfuerzo a la primera, tiene poca gasolina y será necesario echar más por la tarde, pero eso ahora es tarea deseada. Se toma la ruta habitual, accidentada y sinuosa. Se piensa que es debido buscar otro eje que corra con mayor rapidez hasta el punto b, intermedio entre el a y el c. Pero hoy se toma este y resulta que no hay el montón de autos que en otras mañanas irrita el malogrado bienestar matutino. Son quince para la hora, quince después de la hora; y parece buena idea dar una vuelta al café móvil del amigo, que en esta ocasión sirve un español triple cortado. Bajo promesa de que la bebida no alterará demasiado los nervios, se parte con la pequeña preocupación que es el llegar demasiado tarde a un lugar. Son cinco para la hora, cinco antes de la hora, y se navega la última porción de mar urbano sin mayores percances. Hay una sonrisa que agradece al aire, hay un sorbo que detrás del otro empuja la euforia hacia el torrente sanguíneo, después al corazón, después al cerebro. Esta mañana el café es amor. Pasando la glorieta en la esquina a mano derecha aguarda aún el transporte al tres para la hora, tres antes de la hora. Sin problema alguno, porque para este momento se ha deducido que la fortuna está de este lado, se ecuentra un lugar para aparcar el auto justo frente del camión, el espacio más codiciado y menos disponible. Dan ganas de gritar eureka o lotería o la trais o alguna palabra por el estilo que ayude a celebrar este triunfo tan íntimo y universal. Lo que sigue es previsible. Queda un espacio para sentarse, precisamente el acostumbrado. Da tiempo todavía de sacar los audífonos y el libro y acomodar el vaso desechable entre las piernas. Arranca el vehículo, arranca el día, es una de esas otras mañanas que vienen con su propia banda sonora y sus propios parlamentos y a uno solo le queda subirse y disfrutar el viaje y mover los labios para decir que todo va bien aqui.
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