jueves, diciembre 19, 2002

Ayer usé mucho mis manos. Primero tuve que desmoronar la mezcla para el pastel de chocolate, enterraba mis dedos en los terrones de harina café y los deshacía suavemente. Una vez que tuve una montaña de polvo le di un par de vueltas más, clavando las dos manos en el molde como si fuera un barril sin fondo, disfrutando la sensación polvorienta y aromática de la mezcla. Depués engrasé el refractario con un buen trozo de mantequilla. Mis manos calientes la fueron derritiendo poco a poco mientras la recorría hacia ambos lados lentamente, como si la estuviera untando sobre piel. Sentí delicioso mientras la mantequilla se desintegraba entre mis dedos y uñas hasta que se esparció por completo, formando una capa amarillenta que me sirvió de hoja para dibujar una flor, aunque tuve que borrarla unos segundos después. Para entonces mi mano estaba tan grasosa que el puñado de harina que tomé se me quedó pegado en la palma y la tuve que sacudir para que se despegara. Me pareció como una nevada sobre el camino de ladrillos amarillos. Siguió una fuerte sacudida para repartir los copos de manera uniforme, mi cara y suéter quedaron totalmente blancos. Para terminar vacié la mezcla del pastel en el refractario y escurrí los últimos restos usando las dos manos; al final, me las saboreé como paletas de chocolate. El pastel ni lo probé.
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