jueves, noviembre 28, 2002

Hoy por la mañana me metí a bañar. Me desnudé, abrí la llave del agua caliente y esperé a que estuviera a punto de hervir. Reticente, puse mis pies dentro de la regadera para llevar a cabo el ritual higiénico que los humanos nos empeñamos en perpetuar (la mugre puede contar tantas historias). Paso número uno, el champú. De tin marin. Mi madre tiene una obsesión por la limpieza que la ha llevado a coleccionar hasta doce botellas de marcas diferentes en el borde de la ventana. Aplico y enjuago. No recordé el paso número dos. Aproveché este lapsus pendejus para dejar correr el agua dura de tijuana por mi cuerpo. Me perdí. Empecé a escuchar un concierto de ruidos en la calle. Taladros que rompían el pavimento, exacavadoras que removían la tierra, obreros que sacaban tubería vieja y metían la nueva, camiones que se alejaban cargados de grava y arena. Regresé. Si eran de la cespt, en cualquier momento cortarían el agua. Paso número dos. Acondicionador. Paso número tres. Enjabonarse el cuerpo. Justo cuando el estropajo recorría mi muslo izquierdo, caí. Todo ese concierto de mantenimiento urbano estaba sucediendo en mi interior. Paso número cuatro, enjuague y repita.
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